sábado, 22 de febrero de 2014

Llamada a la santidad

En esta ocasión, meditaremos algunos textos de las Lecturas de este VII Domingo durante el año. Todos ellos nos orientan a reflexionar sobre la llamada universal a la santidad, proclamada por el Concilio Vaticano II y, particularmente, por San Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei.


Los textos que meditaremos son los siguientes:

—“Seréis santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo” (Lev 9, 1-2). 
—“El Señor es compasivo y misericordioso” (Salmo 102). 
—“Hermanos: ¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? (…). Si alguno de vosotros se cree sabio en este mundo, que se haga necio para llegar a ser sabio. Porque la sabiduría de este mundo es necedad ante Dios” (1 Co 3, 16-23). 
—“Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 38-48).

San Pablo escribe a los discípulos de la ciudad de Éfeso, y les recuerda que “ante constiutionem” —antes de la formación del mundo, antes de la Creación—, Dios nos eligió “ut essemus sancti et immaculati in conspectu eius in caritate” (cfr Ef 1, 4): para que fuéramos santos en inmaculados en su presencia, delante de Él, en la caridad.

Inmediatamente, cuando mencionamos la palabra “santidad” pensamos en la pureza, en algo que es inmaculado, en lo que no tiene pecado. También viene a nuestra mente la idea de sacralidad: lo sagrado es santo; y lo sagrado significa separación de lo profano, de lo mundano, de lo que está contaminado por la imperfección de lo que es histórico.

Dios es Santo. Pero, ¿y los hombres?, ¿también podemos ser santos? En principio, parecería que no, pues somos pecadores, limitados, impuros. Nuestra vida discurre en el mundo, que está lleno de imperfecciones.

Por eso, nos preguntamos: ¿es posible pasar del pecado a la santidad? ¿Es posible purificarnos interior y exteriormente, de tal manera, que podamos presentarnos totalmente limpios antes Dios? ¿Es posible superar la historicidad de lo cambiante y voluble, y entrar en el ámbito de lo divino, de lo sagrado, de lo eterno?

Nuestra fe nos dice que sí. Dios lo quiere. Para eso nos ha creado a su imagen y semejanza, para que participáramos de su Vida divina. En el Paraíso terrenal, nuestros primeros padres estaban llamados a la santidad desde el principio. Con su libertad mal empleada frustraron parcialmente el plan de Dios. Pero Dios todo lo hace bien: todo lo arregla. Del pecado y del mal puede sacar mucha gracia y mucho bien. Por la culpa de Adán y Eva (¡oh felix culpa quem talem ac tantum meruit habere Redemptorem!: ¡oh feliz culpa que mereció tener tal y tan gran Redentor!; cfr. Pregón Pascual), Dios Uno y Trino decidió enviar al Hijo a la Tierra, para que se hiciera hombre —como nosotros— y nos salvara del pecado, ofreciéndonos de nuevo la posibilidad —si libremente la aceptamos— de alcanzar la santidad; pero ahora, por medio de Jesucristo, haciéndonos “domestici Dei” (cfr. Ef 2, 19)—familiares de Dios—, hijos de Dios.

Lo que sucede, es que Dios no nos hace santos súbitamente. A algunos hombres, como al Beato Juan Pablo II —que murió con fama de santidad y, desde aquel 2 de abril de 2005 todos queríamos que fuera canonizado de inmediato (¡santo súbito!)— Dios puede introducirlos a su Gloria nada más morir. Otros tendrán que pasar por el proceso de purificación del Purgatorio.

De cualquier manera, todos tendremos que purificarnos, poco a poco, a lo largo de toda nuestra vida y, al mismo tiempo, iremos creciendo en amor a Dios, de tal manera que, cuando llegue nuestra hora, nos podamos presentar sin mancha ante la Santidad de Dios, y nos pueda decir: “Muy bien, siervo bueno y fiel, porque fuiste fiel en lo poco, entra en el gozo de tu Señor” (Mt 25, 23).

En este sentido, es muy provechoso fomentar en nuestra alma los deseos de santidad, y pedírsela al Señor todos los días: ¡Jesús, deseo presentarme ante ti
—cuando tú quieras— lleno de amor y sin ninguna mancha que me separe de ti!

Pero, ¿cómo puedo avanzar por el camino de la santidad, con paso rápido? Sólo hay una receta: seguir a Jesucristo, es decir, conocerle, ser su amigo, aprender de Él, vivir su Vida, amarle cada vez más, en cada instante de nuestro caminar terreno.

Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6), nos dice el Señor. No hay otro camino. Todas las vocaciones a la santidad (todos los hombres la tenemos), en definitiva, pasan por Cristo. Es verdad que puede haber diferentes modos de seguirle. Cada santo se ha identificado con Cristo de diferente manera. Es una maravilla la variedad que permite el Señor en la Iglesia. Pero, lo que no puede haber, es un santo que no haya amado a Cristo con todo su corazón.

Así iremos rápidos hacia la santidad. Los textos de la Misa de este VII Domingo durante el año nos animan a esa meta.   

A continuación, veamos algunos textos que nos puedan ayudar a profundizar en nuestra vocación a la santidad.

“La santidad no consiste en hacer cosas cada día más difíciles, sino en hacerlas cada día con más amor” (De San Josemaría Escrivá).

“El Señor quiere que seamos santos, y Él no pide imposibles. Por eso nos ha puesto la santidad al alcance de la mano” (De San Josemaría Escrivá).

“Debemos suplicar al Señor que aumente el espíritu de santidad en la Iglesia y nos mande nuevos santos para evangelizar el mundo de hoy! (Juan Pablo II, Discurso al Simposio de Obispos Europeos, 11-X-85; cfr. Carta 25-XII-85, n.6).

“No dudo en decir que la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral (para el nuevo milenio) es el de la santidad (...) Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este «alto grado» de la vida cristiana ordinaria” (Juan Pablo II, Novo millennio ineunte, nn.30-31).

«El mandamiento “sed perfectos” no es una banalidad idealista. Tampoco es un mandamiento para hacer lo imposible» (C.S. Lewis, Mero cristianismo, p. 214). Lo que pasa es que Dios quiere convertirnos en «creaturas luminosas, radiantes, inmortales, latiendo en todo su ser con una energía, un gozo, un amor y una sabiduría tales que devuelvan a Dios la imagen perfecta (...) de Su poder, deleite y bondad infinitos. El proceso será largo y en parte muy doloroso, pero eso es lo que nos espera. Él habla en serio» (Ibidem, p. 214).

El santo se hace en la variedad: de las dotes somáticas o psicológicas de cada uno; de las circunstancias personales, familiares, sociales de cada uno. Santo es ser fiel a la vocación y misión querida por Dios para cada uno. Dios llama a todos a la santidad, a la perfección. Pero pide una santidad real, que integre gracia y esfuerzo humano,  ascética y mística, contemplación y  acción, vocación y misión, creación y redención. Cada santo vive toda la vida de Cristo, entera, pero acentuando algunos aspectos particulares: Cada espiritualidad es doctrina pero sobre todo vida. Los santos son dones de Dios a la Iglesia: cada época tiene los santos que necesita. Así actúa el Espíritu en la historia de la Iglesia. La Iglesia así se manifiesta más como familia que renueva la vida de Cristo en tradiciones y modos concretos que recuerdan los distintos aspectos de la gran riqueza cristiana (cfr. J.L. Illanes, El Opus Dei en la Iglesia, pp. 21-208).

sábado, 15 de febrero de 2014

Ley Moral y Conciencia

En el texto del Evangelio que leeremos mañana, Domingo VI durante el año, Jesús continúa su enseñanza moral. Desde el “monte de las bienaventuranzas”, el Señor se dirige a un numeroso gentío. La predicación de Cristo es clara y atractiva. Tiene frescura y novedad, pero hunde sus raíces en la tradición de Israel.

 

Recordemos que Nuestra Señora de Garabandal, en su primer mensaje, dijo a Conchita: “Hay que hacer muchos sacrificios, mucha penitencia. Tenemos que visitar al Santísimo con frecuencia. Pero antes tenemos que ser muy buenos” (18 de octubre de 1961). Es decir: tenemos que vivir la Vida en Cristo; tenemos que aprender la moral cristiana, el arte de vivir según Jesucristo.

No ha venido a abolir la ley, sino a cumplirla. Moisés había recibido de Yahvé las Tablas de la Ley, el Decálogo, y lo había entregado al pueblo de Israel, que lo custodiaba como un gran tesoro. Los Diez Mandamientos nunca pasarán de moda. Son fiel reflejo de la Ley Natural, que Dios Creador ha inscrito profundamente en la naturaleza humana, en el corazón de cada hombre.

Ahora, Jesús, confirma la enseñanza del Decálogo, pero imprime en ese Código moral, válido para todas las épocas, la novedad del Evangelio. La Ley Evangélica es Ley de Gracia y de Verdad, Ley de Libertad y de Amor. Cada uno de los Diez Mandamientos tiene múltiples aplicaciones para la vida diaria del cristiano. No basta “no matar”. Es necesario también respetar la dignidad de cada persona, y vivir la caridad hasta en los detalles más pequeños. No basta “no cometer adulterio”. Es necesario vivir la virtud de la pureza de modo radical: en el cuerpo, en los sentidos, en la mente, en el corazón. No basta “no mentir”. Es necesario ser trasparentes y plenamente sinceros con Dios, con los demás y con nosotros mismos.

“El que se salte uno sólo de los preceptos menos importantes, y se lo enseñe así a los hombres será el menos importante en el reino de los cielos. Pero quien los cumpla y enseña será grande en el reino de los cielos” (cfr. Mt 5, 17-37).

La Moral Cristiana no es una moral de  “mínimos”, sino de entrega generosa de nosotros mismos a la Verdad y al Amor. Cada cristiano debería preguntarse, cada día: ¿cómo puedo hoy amar más y mejor a Dios?, ¿cómo puedo amar con más entrega y dedicación a mis hermanos?

El Padre ha escondido esta Sabiduría a los prudentes y entendidos, y la ha revelado a los pequeños (cfr. versículo del Aleluya). Se trata de una Sabiduría escondida desde todos los siglos que nos ha sido revelada en Cristo. “Enseñamos —dice San Pablo— una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para nuestra gloria” (cfr. Segunda Lectura de la Misa: 2 Co 2, 6-10). Sólo los que escuchan al Señor, como verdaderos discípulos, con el oído atento y el corazón abierto, podrán aprender esta Sabiduría.

La clara objetividad de la Ley Moral, en sus diversas manifestaciones (Ley Eterna, Ley Natural, Ley Positiva: civil o eclesiástica), nos ofrece una pauta segura para guiar nuestra vida, y agradar a Dios. Sabemos que no cumplirla nos abre las puertas del mal y del pecado. No sólo hacemos algo en contra de la Voluntad de Dios. También destruimos la imagen de Dios en nosotros mismos y nos ocasionamos un grave daño.

Hoy, más que nunca, hay que hablar del pecado, que es el mayor agente patógeno de la sociedad. Hay que hablar de Satanás, padre de la mentira, instigador y promotor del mal en el mundo. Siembra la cizaña entre los hombres. Crea la división y la falta de entendimiento. Aleja a los hombres de Dios. Odia a todos los hombres y no para de buscar hacernos daño.

Es tiempo de luchar y de no dar espacio al demonio, que como león rugiente anda buscando qué presa devorar.

Dios ha corrido el riesgo de nuestra libertad. Nos ha creado libres. Ha puesto delante de nosotros los dos caminos posibles: el bien y el mal. “Si quieres, guardarás los mandatos del Señor, ante ti están puestos fuego y agua: echa mano a lo que quieras; delante del hombre están muerte y vida: le darán lo que él escoja” (cfr. Primera Lectura de la Misa: Eclesiástico 5, 16-21).

En la Didajé, los primeros cristianos podían leer la alegoría de las “dos vías”. Desde siempre, los hombres se han preguntado: ¿cómo debo vivir?, ¿qué estilo de vida debo escoger? Y, al darse cuenta de que somos libres y podemos escoger, nos pregunta: ¿cuál es el camino del bien, de la verdad, de la felicidad? ¿Hay muchos?

Contra el relativismo, afirmamos: en el fondo, hay un solo camino y muchos modos de recorrerlo. Es un camino ancho y carretero: Jesucristo (“Yo soy el Camino…”). “El que no está conmigo, está contra mí”. “No se puede servir a dos señores”.

Jesús es el Camino, y en la Iglesia tenemos la plenitud de medios (señales) para recorrerlo. Él nos ha recordado el Camino que Yavhé había ya señalado en el Antiguo Testamento, pero renovándolo: es un nuevo Camino, de gracia y libertad.

La Iglesia, a través de su enseñanza moral (que es la de Cristo), se encarga del mantenimiento de ese Camino-autopista. Nos ofrece un GPS maravilloso para no descaminarnos. No es un GPS artificial, sino que responde plenamente y pone de manifiesto admirablemente a nuestra misma naturaleza, a nuestra conciencia.

Sin embargo, cada hombre es libre de escoger su propio camino. La libertad es el mayor don que nos ha concedido Dios, en lo humano. Él respeta nuestra libertad. No nos fuerza a escucharle, ni a seguirle. Con frecuencia, Jesús, se dirige a sus discípulos con el “si quieres…”. Primero pregunta, abre horizontes, nos enseña el camino… Pero nunca nos obliga a seguirlo, ni a apartarnos del camino del mal.

Dios quiere la libertad de sus hijos. No desea que le sirvamos como esclavos, sino como hijos libres. Todo educador, empezando por los padres de familia, tiene como misión enseñar a administrar la libertad del discípulo. Un padre, una madre, va dejando, cada vez más, que sus hijos sean los que tomen las decisiones de su vida, de modo libre. No se puede amar a Dios si no es con el pleno uso de la libertad.

Todo educador, también debe ayudar en la formación de la conciencia, así como, por ejemplo, los padres enseñan a hablar la lengua materna a sus hijos. Al nacer, todos tenemos la capacidad de hablar cualquier idioma. Para que esa disposición llegue a ser una realidad, hay que pasar por un proceso de aprendizaje.

“El hombre es como tal una esencia parlante, pero se convierte en tal en la medida en que aprende a hablar de los otros. De esta manera encontramos la noción fundamental de lo que significa ser un hombre: El hombre es “un ser que necesita la ayuda de otros para llegar a ser lo que es en sí mismo”” (R. Spaemann, citado por J. Ratzinger, Obispos, teólogos y moralidad, en AAVV., Teología moral hoy, certezas y dudas, México 1984).

También necesitamos que nos ayuden a formar nuestra conciencia. Tenemos la capacidad de saber distinguir entre el bien y el mal, en cada uno de nuestros juicios y de nuestras acciones. Quien tiene bien formada su conciencia, humana y cristianamente, normalmente acertará a pensar y actuar con verdad y rectitud, de acuerdo con la “lógica” de Dos.

La Iglesia Católica siempre ha defendido la libertad de las conciencias, en sus enseñanzas (aunque no siempre, algunos católicos, en la práctica, la hayan respetado). No se puede violentar la conciencia de nadie. Se puede iluminar las conciencias y alentarlas a que escojan el bien, pero cada uno debe decidir libremente el camino que quiera seguir.

En cambio, la Iglesia no ha aceptado la “libertad de conciencia” entendida como relativismo moral, o falta de claridad para conocer la verdad moral. Los hombres no somos dueños de la Ley Moral. Dios es su Autor y no podemos cambiar sus Mandamientos.

Terminamos con una cita del Cardenal Joseph Ratzinger, sobre John Henry Newman: “La conciencia para Newman (...) significa (...) la presencia perceptible e imperiosa de la voz de la verdad en el interior del mismo sujeto; la conciencia es la superación de la mera subjetividad en el encuentro entre la interioridad del hombre y la verdad que proviene de Dios. Es significativo el verso que Newman compuso en Sicilia en 1833: “Quería elegir y entender mi camino. Ahora en cambio ruego: Señor, guíame tú”. La conversión al catolicismo no fue para Newman una elección determinada por el gusto personal, por necesidades espirituales subjetivas (...). Lo que para Newman era importante era el deber de obedecer más a la  verdad reconocida que al propio gusto, incluso en contraste con los propios sentimientos y con los lazos de la amistad y de la común formación (...). Un hombre de conciencia es quien no compra jamás, al precio de renunciar a la verdad, el estar de acuerdo, el bienestar, el éxito, la consideración social y la consideración por parte de la opinión dominante” (J. Ratzinger, Obispos, teólogos y moralidad, en AAVV., Teología moral hoy, certezas y dudas, México 1984).  

sábado, 8 de febrero de 2014

Sal de la tierra y Luz del mundo

La lectura del Evangelio, en los cuatro próximos domingos, será un texto del Sermón de la Montaña. San Mateo, después de haber hecho, en el capítulo 4° de su Evangelio, un resumen de la figura de Jesucristo (del contenido esencial de su predicación: “convertíos porque el reino de los cielos está cerca”; de su propósito de fundar la Iglesia, con la elección de los Doce; y de su misión de redentor, manifestada por medio de los milagros que lleva a cabo), se detiene en los siguientes tres capítulos (5°, 6° y 7°) a mostrar la enseñanza moral del Señor, en forma de sermón.


Jesús, rodeado de sus discípulos (todos aquellos que quieran escuchar su Palabra y seguirle), se sienta, como un nuevo Moisés, en el monte (su lugar preferido para hacer oración y dirigirse a su Padre). Desde el monte enseña con autoridad (cfr. Benecito XVI, Jesús de Nazaret I, El Sermón de la Montaña).

Todo el ambiente refleja la paz y belleza de Dios: la brisa suave y silenciosa que sintió el profeta Elías en el monte Sinaí (cfr. 1 Re 19, 1-13): el lago, los árboles y pastizales, las flores… El poder de Dios se manifiesta en su mansedumbre, su grandeza en su sencillez y cercanía. La Palabra de Jesús infunde paz, pero tiene toda la seriedad de su misión redentora, que pasa por la Cruz para llegar a la Resurrección.

Desde el principio, en las ocho Bienaventuranzas, Jesús nos hace ver que no ha venido a abolir la Ley (los Diez Mandamientos), sino a llevarla a su cumplimiento y perfección.

El Señor nos presenta una escala de valores que es distinta a la del mundo. Los pobres, los débiles, los perseguidos, son los realmente felices. Pueden alegrarse no obstante todos sus sufrimientos. Las Bienaventuranzas expresan lo que significa ser discípulo: estar unido al misterio de Cristo y en inmediata comunión con Él. Son como un retrato de la figura de Jesús, que es sencillo y humilde de corazón y por eso contempla a Dios sin cesar.

El discípulo de Cristo sabe que el primer mandamiento es el amor: “Cuando destierres de ti la opresión, el gesto amenazador y la maledicencia, cuando partas tu pan con el hambriento y sacies el estómago del indigente, brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad se volverá mediodía” (cfr. 1ª Lectura de la Misa: Is 58 7-10). “En las tinieblas brilla como una luz el que es justo, clemente y compasivo. Dichoso el que se apiada y presta, y administra rectamente sus asuntos” (Salmo 111).

La Sabiduría nueva que nos enseña Cristo no tiene que ver nada con la “sabiduría” puramente humana. El sabor fuerte de la Cruz es lo que condimenta toda nuestra vida: “Nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado. Me presenté a vosotros débil y temblando de miedo; mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu, para que vuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios” (cfr. 2ª Lectura: 1 Co 2, 1-5).

Vosotros sois la sal de la tierra. (…) Vosotros sois la sal de la tierra” (cfr. Evangelio: Mt 5, 13-16). Jesús utiliza dos imágenes familiares a sus oyentes. La sal significa la alianza, la solidaridad, lo que preserva de la corrupción, lo que da sabor a los alimentos. Se oculta y, no obstante, se nota su presencia de modo claro. Así es la vida del cristiano: llena de naturalidad, viendo como uno más entre sus hermanos, sin llamar la atención ni distinguirse pero, al mismo tiempo, siendo luz que ilumina con su ejemplo de integridad y coherencia, con su unidad de vida que da un sentido cristiano a todo lo que hace.

La Iglesia, nuevo Israel, Pueblo de Dios, es fermento en la masa de la sociedad. “¿Cuáles son las características del Pueblo de Dios? Este pueblo, del que se llega a ser miembro mediante la fe en Cristo y el Bautismo, tiene por origen a Dios Padre, por cabeza a Jesucristo, por condición la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, por ley el mandamiento nuevo del amor, por misión la de ser sal de la tierra y luz del mundo, por destino el Reino de Dios, ya iniciado en la Tierra” Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, n. 782).

El 6 de octubre de 2002, en la homilía de la Misa de canonización de San Josemaría Escrivá de Balaguer, Juan Pablo II pronunció las siguientes palabras: “Siguiendo sus huellas, difundid en la sociedad, sin distinción  de  raza, clase, cultura o edad, la conciencia de que todos estamos llamados a la santidad. Esforzaos por ser santos vosotros mismos en primer lugar, cultivando un estilo evangélico de humildad y servicio, de abandono en la Providencia y de escucha constante  de  la  voz  del Espíritu. De este modo, seréis "sal de la tierra" (cf. Mt 5, 13) y brillará "vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos" (Mt 5, 16)” (Juan Pablo II, Homilía en la canonización de San Josemaría Escrivá de Balaguer, 6-X-2002).

Unos meses antes, el Beato Juan Pablo II (que próximamente será canonizado), decía lo siguiente: “La sal se usa para conservar y mantener sanos los alimentos. Como apóstoles del tercer milenio os corresponde a vosotros conservar y mantener viva la conciencia de la presencia de Jesucristo, nuestro Salvador, de modo especial en la celebración de la Eucaristía, memorial de su muerte redentora y de su gloriosa resurrección” (Juan Pablo II, Homilía en Toronto, 28-VII-2002).

“Ahora adivino —escribe Santa Teresa de Lisieux— que la verdadera caridad consiste en soportar todos los defectos del prójimo, en no extrañar sus debilidades, en edificarse con sus menores virtudes; pero he aprendido especialmente que la caridad no debe quedar encerrada en el fondo del corazón, pues no se enciende una luz para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero a fin de que alumbre a todos los de la casa. Me parece que esta antorcha representa la caridad que debe iluminar y alegrar no sólo a aquellos que más quiero, sino a todos los que están en la casa” (Historia de un alma,9, 24).

“He aquí que estoy a la puerta y llamo. Si alguno escucha mi voz y me abre la puerta, yo vendré a él, cenaré con él y él conmigo” (Apoc 3, 20). Holman Hunt (1827-1910), pintor inglés, se ha inspirado en este versículo para pintar un famoso cuadro titulado Cristo luz del mundo. El cuadro visitó las colonias inglesas y luego fue colocado en la Catedral de San Pablo en Londres. Jesús, después de haber tocado a una puerta en la que han crecido hierbas, espera que le abran. Algunos notan que no hay manija. El pintor dice: es a propósito. La manija está del otro lado de la puerta. Es decir, debemos ser nosotros lo que abramos a Cristo. Él respeta nuestra libertad, toca y espera. No entra a la fuerza. “Estad como los que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame”. Es famosa la frase de San Agustín: “Timeo Jesu transeuntem”. Tengo miedo de que el Señor pase y yo no me dé cuenta; o que pase ahora y luego no vuelva a pasar.

Como siempre, el Espíritu Santo es quien nos puede conceder la luz y la verdad. Él es quien nos purifica. «Veni Sancte Spiritus, et emitte caelitus lucis tuae radium (…), veni lumen cordium (…). O lux beatissima, reple cordis intima tuorum fidelium.  Sine tuo numine, nihil est in homine,  nihil est innoxium.  Lava quod est sordidum, riga quod est aridum,  sana quod est saucium». «Ven o Santo Espíriru y envía un rayo de tu luz (…), ven luz de los corazones (…). O bendita luz, llena lo más íntimo de los corazones de tus fieles. Sin tu luz, nada hay en el hombre, nada que sea sano. Lava lo que está sucio, riega lo que es árido, sana lo que está enfermo”.

Terminamos con unas palabras de Benedicto XVI, en la homilía de la Vigilia Pascual del año 2009: “El simbolismo de la luz se relaciona con el del fuego: luminosidad y calor, luminosidad y energía transformadora del fuego: verdad y amor van unidos” (..).A partir de la resurrección, la luz de Dios se difunde en el mundo y en la historia. Se hace de día. Sólo esta Luz, Jesucristo, es la luz verdadera, más que el fenómeno físico de luz. Él es la pura Luz: Dios mismo, que hace surgir una nueva creación en aquella antigua, y transforma el caos en cosmos (…). En la Carta a los Filipenses, dice que, en medio de una generación tortuosa y convulsa, los cristianos han de brillar como lumbreras del mundo (cf. 2,15). Pidamos al Señor que la llamita de la vela, que Él ha encendido en nosotros, la delicada luz de su palabra y su amor, no se apague entre las confusiones de estos tiempos, sino que sea cada vez más grande y luminosa, con el fin de que seamos con Él personas amanecidas, astros para nuestro tiempo” (Benedicto XVI, Homilía en la Vigilia Pascual, 11-IV-2009).

sábado, 1 de febrero de 2014

Purificación: como la plata en el crisol

Mañana, domingo 2 de febrero, celebramos en la Iglesia una fiesta litúrgica que tiene dos nombres: “La Presentación de Jesús en el Templo” y “La Purificación de Nuestra Señora”.


Hoy nos fijaremos más en el segundo aspecto de la fiesta: la Purificación de la Virgen, como invitación a nuestra propia purificación. 

Como leemos en el Evangelio de la Misa (cfr. Lc 2, 22-40), María y José tenían cumplir una doble prescripción de la Ley de Moisés: la purificación de la madre y la presentación y "rescate" del primogénito. Ambos ritos estaban unidos en la vida de las familias israelitas (cfr. Lv 12, 2-8; Ex 13, 2.12).

María, que es Inmaculada, se somete a la ley como si estuviera inmunda. “¡Purificarse! ¡Tú y yo sí que necesitamos purificación! –Expiar, y, por encima de la expiación, el Amor. Un amor que sea cauterio, que abrase la roña de nuestra alma, y fuego, que encienda con llamas divinas la miseria de nuestro corazón” (San Josemaría Escrivá de Balaguer, Santo Rosario, 4° Misterio Gozoso).

El anciano Simeón se alegra porque sus ojos han visto al Salvador, Luz de las naciones. Pero, al mismo tiempo, hace una profecía: Jesús será "signo de contradicción" y, a María, "una espada traspasará su alma". Los primeros cristianos habrán escuchado estas palabras referentes a Nuestra Señora. La Virgen sufrió durante toda su vida, principalmente, participando de los sufrimientos de su Hijo. "La oposición contra el Hijo afecta también a la Madre e incide en su corazón. La cruz de la contradicción, que se ha hecho radical, se convierte en ella en una espada que le traspasa el alma. De María podemos aprender la verdadera compasión libre de sentimentalismo alguno acogiendo el dolor ajeno como sufrimiento propio" (Benedicto XVI, La Infancia de Jesús).

Nada inmundo puede presentarse ante el Altísimo. Por eso, todos los hombres tenemos que purificarnos, ya sea en esta vida, o en la otra (en el Purgatorio). El Salmo 24, un salmo de subida hacia Jerusalén, lo expresa muy bien: “¿Quién subirá al monte de Yahveh?, ¿quién podrá estar en su recinto santo? El de manos limpias y puro corazón, el que a la vanidad no lleva su alma, ni con engaño jura”.

El profeta Malaquías (cfr. Ml 3, 1-4, en la 1ª Lectura de la Misa), muy claramente, nos habla de la purificación que tendrá lugar en la Venida del Señor: “¿Quién podrá soportar el Día de su venida? ¿Quién se tendrá en pie cuando aparezca? Porque es él como fuego de fundidor y como lejía de lavandero. Se sentará para fundir y purgar. Purificará a los hijos de Leví y los acrisolará como el oro y la plata; y serán para Yahveh los que presentan la oblación en justicia. Entonces será grata a Yahveh la oblación de Judá y de Jerusalén, como en los días de antaño, como en los años antiguos”.

En esta fiesta, podemos meditar sobre la necesidad de la purificación en nuestra vida: tanto para purificarnos como para ayudar a la purificación de nuestros hermanos.

Contamos con la ayuda de Jesucristo, que se ha hecho hombre y ha padecido para ayudarnos a soportas las pruebas que tenemos que sufrir: “Por haber sido puesto a prueba en los padecimientos, es capaz de ayudar a los que también son sometidos a prueba” (cfr. 2ª Lectura de la Misa, tomada de Hb 2, 14-18).

Solos no podríamos soportar la purificación de Dios. Con Cristo, sí podemos.

Jesús pide a sus discípulos alcanzar una meta muy alta: «sed perfectos como mi Padre es perfecto». Y no sólo lo pide, sino que ayuda con toda su omnipotencia a que cada uno alcancemos esa meta, aunque eso tenga un costo elevado.

Cuando éramos niños si teníamos un dolor de muelas y queríamos aliviarlo superficialmente, el mejor remedio era tomar un analgésico potente. Pero si queríamos curarnos definitivamente, teníamos que acudir al dentista, y sabíamos que nos curaría pero que tendríamos que sufrir un poco en sus manos.

Con Dios nos pasa lo mismo. Queremos que nos cure de nuestra soberbia o de nuestra vanidad, o de nuestra pereza. Pero a veces quisiéramos arreglarlo todo con una aspirina y Dios no se conforma con una curación superficial. Quiere curarnos en serio, ir hasta el fondo. «No os equivoquéis, viene a decir, si me dejáis. Yo os haré perfectos. En el momento en que os ponéis en Mis manos, es eso lo que debéis esperar. Nada menos, ni ninguna otra cosa, que eso. Poseéis el libre albedrío y, si queréis, podéis apartarme. Pero si no me apartáis, sabed que voy a terminar mi trabajo. Sea cual sea el sufrimiento que os cueste en vuestra vida terrena, y por inconcebible que sea la purificación que os cueste después de la muerte, y me cueste lo que me cueste a Mí, no descansaré ni os dejaré descansar, hasta que no seáis literalmente perfectos... hasta que mi Padre pueda decir sin reservas que se complace en vosotros, como dijo que se complacía en Mí. Esto es lo que puedo hacer y lo haré. Pero no haré nada menos» (C.S. LEWIS, Mero cristianismo, p. 211).

Las candelas que hoy se bendicen, representan la llama de amor vivo con la que el Señor purificará nuestro corazón para que quede limpio y encendido, dispuesto para amarle como Él se merece.

En su encíclica Spe Salvi, Benedicto XVI hace una alusión al texto de San Pablo, en la Primera Carta a los Corintios (3, 12-15), en la que el apóstol explica cómo, al final de nuestra vida, si hemos permanecido fieles a Jesucristo y hemos construido todo sobre ese Fundamento, Dios nos recibirá en su gloria, pues nadie, ni la muerte, puede quitarnos ese fundamento, esa orientación buena de fondo. Sin embargo, la mayoría de los hombres, habrán edificado, sobre ese fundamento, con oro, plata y piedras preciosas, pero quizá también con madera, heno o paja. El día del juicio el fuego pondrá a prueba la calidad de cada construcción. El Purgatorio es ese fuego por el que la mayoría de los hombres tendrán que pasar.

El hombre tiene que llegar a ser de tal manera que Dios pueda “encontrar en él su complacencia”. El hombre que ha muerto en la gracia de Dios, “se halla del lado de la verdad contra sí mismo. Está dispuesto a enfrentarse con su propia vida, con todo lo que en ella hay de descuidado, inacabado y caótico. Con un sufrimiento misterioso, el corazón se apresta al arrepentimiento y, así, se pone en manos del sacrosanto poder del Espíritu Creador. Así se dona nuevamente lo descuidado. Se pone en orden lo hecho erróneamente. Lo malo es objeto de una nueva vivencia y transportado al ámbito de lo bueno” (cfr. Romano Guardini, El tránsito a la eternidad, Ed. PPC, p. 53). Esta es la purificación de la que haba la Iglesia.

Cuando pasemos el umbral de la eternidad, ya no habrá tiempo para la penitencia activa, es decir, habrá terminado el tiempo de merecer. Mientras estamos aquí, en esta vida, podemos buscar la propia purificación y la de nuestros hermanos. ¡Vale la pena ser generosos en la penitencia!

Luego de enormes padecimientos en defensa de la reforma carmelita (entre otros, nueve meses cautivo), san Juan de la Cruz llega al convento de las descalzas en la ciudad de Beas (1576). Las monjas sienten gran lástima al verlo desfallecido, pálido, casi esquelético, sin fuerzas para hablar. La priora, comprendiendo su pena, manda que dos monjas jóvenes canten unas coplas espirituales. En la penumbra del locutorio monjil, pequeño y enrejado, suena este cantar: «Quien no sabe de penas / en este valle de dolores, / no sabe de cosas buenas, / ni ha gustado de amores, / pues penas es el traje de amadores».

Fray Juan se estremece hasta no poder soportar la emoción, y hace una seña para que cese el canto. No puede hablar, llora mansamente y permanece en silencio largo tiempo. Cuando recobra sus fuerzas, habla de lo mucho que el Señor le ha dado a entender del valor del sufrimiento, y pondera lo poco que se le ofrece sufrir por Dios.   

Terminamos con una cita de santa Teresa de Lisieux (Últimas conversaciones, 23 de agosto): “¡Si supieras, Paulina [su hermana], qué verdad tan grande es que en todos los cálices ha de mezclarse una gota de hiel! pero creo que las tribulaciones ayudan mucho a despegarse de la tierra y nos hacen mirar más allá de este mundo. Aquí abajo nada puede llenarnos, solo podemos gustar un poco de reposo cuando estamos dispuestos a cumplir la voluntad de Dios. Solo deseo una cosa: sufrir siempre por Jesús. La vida pasa tan deprisa que, realmente  vale más lograr una corona muy bella con un poco de dolor, que una ordinaria sin dolor. ¡Cuando pienso que por un solo sufrimiento soportado con alegría se amará mejor a Dios durante toda la eternidad!... ¡además, con el sufrimiento podemos salvar almas!... “En Ti, Señor, esperaré”. En los días de nuestras grandes pruebas, ¡cómo me gustaba recitar este versículo!”.